Má qué Coiffeur, ni estilista…PE LU QUE RO!
Es sorprendente hasta qué punto somos hijos del tiempo en el que vivimos. Para bien o para mal, no podemos dejar de movernos con las ideas rectoras de nuestras sociedades.
Cómo ustedes deben saber, porque me conocen o porque lo han leído en alguno de los posts anteriores, soy oriundo (?) de la ciudad de Pergamino. Si bien hace más de diez años que no vivo allá, hay algunas cosas que sigo haciendo como en aquella época. Como pueden imaginar un cambio de ciudad, causa una serie considerable de inconvenientes, algunos serios y otros no tantos. Por ejemplo, siempre me corté el pelo con el mismo peluquero. Desde que tenía más o menos 6 años, siempre me corté con Freddy. Me cortaba el pelo a mí, a mis hermanos, a mi tío y a mi viejo (aunque creo que a él le haría un descuento porque el trabajo en ese caso era escaso). Aun hoy, siempre que vuelvo a Pergamino trato de cortarme el pelo con él. No tengo que pedirle nada, simplemente sentarme y poner la cabeza para que pueda hacer el trabajo.Freddy me mantiene al tanto de la campaña de Douglas, de la política local, de sus hijos y nietos; con cortesía me pregunta por cada uno de los integrantes de mi familia y se interesa, con moderado entusiasmo y sin exageración, por la marcha de mis asuntos. En su pequeño espacio dedicado a la espera, se apilan las revistas (siempre de espectáculos) en un ejercicio que remeda el accionar las placas geológicas. Siempre que nos despedimos, me abraza como si se estuviera preparando para un temporada sin verme y me cobra un poco menos de lo que debería.
Sin embargo, hay veces en las que la vuelta a la ciudad natal se dilata demasíado, o no coincide con el momento de cortarme el pelo, por lo que debo recurrir al servicio de otros peluqueros en tierras foráneas. La verdad es que la situación me incomoda muchísimo. Siento que estoy traicionando a Freddy, por lo que nunca me corto dos veces con el mismo peluquero. La idea es no generar vínculos con algún otro profesional de las tijeras. De esta manera, en los últimos diez años, me he cortado el cabello con prácticamente con todos los peluqueros del barrio de Once. Travestis, homosexuales, ex-presidiarios , viejos de manos temblorosas; me he cortado el pelo con todos y con ninguno entablé una conversación que se pueda considerar interesante. En ningún caso nuestros intercambios pasan del clima, de la marcha de Boca Juniors o (debo añadir con sorpresa) de los horarios laborales (?) Sin embargo, la semana pasada, quebré mi propia regla de oro y me puse a conversar con uno de mis ocasionales barberos. No dejo de arrepentirme. En un estúpido intento por ser gracioso, y mientras el facultativo (?) me pasaba la máquina por la coronilla, acoté que iba a tener mucho trabajo dado el remolino que tengo en la cabeza. Sin inmutarse, el peluquero me dijo que no me hiciera el problema, que con mi tipo de cabello no había inconvenientes. Pero que cuando caían los del “norte”, con ese pelo grueso, se hacía imposible. El comentario me cayó como un baldazo de agua fría. Tendría que haberme levantado y salido con la cabeza a medio cortar, pero me agarró con la guardia baja. Es increíble como el racismo se encuentra tan metido en nuestras sociedades, que cada uno encuentra en su profesión la manera de aplicarlo. Pero también me llenó de vergüenza que me sorprendiera la forma de discriminación y no el acto de discriminar en sí mismo. Si el comentario hubiera sido sobre el color de piel, me hubiera shockeado también, pero no me hubiera sorprendido. Yo también me encuentro envuelto en las dinámicas de la sociedad, y me encuentro asqueado con mi reacción. Me parece que nunca más dejo de cortarme el pelo con Freddy.