Graham Greene: ahora dicen que sería el autor favorito de Diego Torres.
Creo que todos, en algún u otro momento de su vida ha sentido esas alegrías enormes que nos llenan el alma y nos hacen sentir como si fuéramos nuevamente niños. Esos momentos en que no sabemos si reírnos o llorar; esos momentos en que las palabras no alcanzan para expresar lo que sentimos y nos vemos en la necesidad de abrazarnos con la gente que tenemos alrededor. No me refiero a la felicidad, que sin lugar a dudas es un estado más permanente, sino en esos momentos gloriosos que nos suceden de vez en cuando. El amor, un nacimiento, un gesto desinteresado, son algunos de los disparadores de la alegría, pero también pueden serlo cuestiones mucho más triviales, como un golpe de suerte, un día de sol o un asiento libre en el colectivo (?)
En mi caso, la primera vez que recuerdo haber sentido esa sensación fue cuando tenía unos siete años y mi viejo nos llevó, a mi hermano (que tendría unos nueve años) y a mí a ver un partido de Boca. Como somos de Pergamino aprovechamos un fin de semana en que visitamos Buenos Aires, para comenzar una campaña para que nos llevaran a La Bombonera. Ahora bien, permítanme una pequeña digresión. Todo el mundo sabe que el fútbol constituye el lubricante social por excelencia para los varones argentinos, en reñida disputa con el alcohol. Pero lo cierto es que cuando uno es un niño, el alcohol tiene las de perder. Por lo tanto, en las tiernas edades de la primera escolarización, saber cómo forman los equipos que integran el campeonato de primera división se transforma de una cuestión trivial en la puerta de acceso a un grupo de amigos, especialmente cuando uno no se encuentra dotado para la práctica de dicho juego. Por supuesto,que la potencia del fútbol como proveedor de identidad comienza prontamente a erosionarse. El primer golpe, y tal vez el fundamental, lo otorga la aparición de las mujeres en las vidas de estos, adolescentes entusiastas de la número cinco (?). Por alguna razón, las chicas son absolutamente impermeables a los conocimientos futbolísticos y sus intereses parecen extenderse a cuestiones más concretas que saber el nombre del arquero suplente del Loco Gatti en la campaña 86-87 (si la memoria no me falla era Julio Cesar Balerio). Comienza entonces un período de reeducación de los adolescentes, que nada tiene que envidiarle a los “tratamientos” soviéticos, que nos permite relacionarnos con la otra mitad de la humanidad. Es por esa razón que alrededor de los quince o dieciséis años dejamos de interesarnos pasionalmente por el fútbol. Puede que siga siendo importante, pero ya no lloraremos por las derrotas ni nos alegrara la semana el triunfo de nuestro equipo. Muchos hombres continúan viviendo el fútbol con esta pasión, pero pasado este punto me encuentro en condiciones de afirmar que estamos en presencia de una patología.
Sin embargo, encontrándome, como me encontraba, en la más tierna infancia, lejos estaba de sospechar estos futuros desarrollos. Si a esto sumamos que vivíamos en una pequeña ciudad del interior del país, entonces la posibilidad de ir a la cancha nos ponía a mi hermano y a mí en una posición de ventaja sobre nuestros amigos de la escuela. Con todo esto en mente, comenzamos una demoledora ofensiva sobre la resistencia de mi padre, a quién el fútbol le interesaba un rábano (?). Finalmente, y luego de varios días de asedio, nos anunció que el domingo iríamos a la cancha de Boca a ver el partido. En estado de completa excitación, pasamos los próximos días a la espera del domingo, en una actitud que debe haber estropeado las distintas actividades familiares de ese fin de semana. Cuando finalmente llegó el domingo a la tarde, nos dirigimos a la parada del 86 para hacer el viaje Once-La Boca. Tal vez sea importante señalar que en realidad, y pese a qué íbamos a La Bombonera, no veríamos un partido de Boca. En aquella época San Lorenzo no tenía cancha, y hacía las veces de local (?) en cancha de Boca, por lo que aquel domingo lo veríamos jugar contra Independiente. Si bien esto era un contratiempo, ni mi hermano ni yo dejaríamos que nos arruine la ida a la cancha y, a fuerza de ser justo, debo decir que a mi viejo no podría importarle menos quién jugara aquella tarde, por lo que nos dirigimos rumbo a La Bombonera como quién va a una fiesta, pero una fiesta de personas desconocidas. Sin embargo, una vez que dejamos atrás la Plaza de Mayo y la gente empezó a cantar dentro del colectivo, todas nuestras prevenciones quedaron atrás.
Mi viejo, preocupado por nuestra seguridad, sacó entradas en la platea media, del lado del local, en este caso San Lorenzo. Sacar las entradas nos llevó un tiempo considerable por lo que, típico en nosotros, llegamos tarde al inicio del partido. Medio a las corridas pasamos los controles y empezamos a subir las escaleras hasta las tribunas, escuchando todo el tiempo los cánticos de las hinchadas. Ahora bien, para aquellos que nunca hayan ido a una cancha de fútbol, deben saber que hasta el momento en que se accede a las tribunas se deben atravesar una serie de escaleras oscuras y mal ventiladas, donde los vahos de décadas de micciones masculinas resisten exitosamente el desalojo del aire puro (?). Y esto nos pone en el punto central del recuerdo de mi primer momento de plena alegría. A medida que atravesamos el infinito gris de las interminables escaleras, apurados por el inicio del partido, el encierro y la emoción de la gente; cuando finalmente completamos el último tramo de la escalera y salimos al aire libre, me shockeó (?) el más impresionante de todos los verdes, el césped de La Bombonera. La alegría me golpeó de una manera increíble. No fueron los gritos de las hinchadas, ni los goles (Independiente ganó 2 a 1); lo que más me impresionó fue el contraste entre el cemento del estadio y el color del campo de juego. Sé que debería estar hablando de las dotes técnicas de algún jugador, o del espectáculo de las hinchadas, pero bueno… nadie es perfecto. Para mí el fútbol fue una experiencia estética, y de alguna manera lo sigue siendo.
De Boca y además de Pergamino? Sos un genio!! Hasta hace poco tenía guardados un par de papelitos que me traje de la Bombonera y un día sin saber por que me desaparecieron.
ResponderEliminarUn abrazo de otra pergaminense!!
sandra: tenes razon los de pergamino y de boca somos simplemente genios.
ResponderEliminarBueno, bueno...que también tenemos lectores de otros lugares...
ResponderEliminarSandra S. : ¿Así que guardando papelitos de la Boca? Descarte que en cualquier momento cae la yuta.